domingo, 14 de diciembre de 2008

El pistolero.



Curse the dark and evil day that ever I was born
(Maldito sea el día funesto en que nací)
Curse my mother's loving care that made me safe from harm
(Maldito sea el candor con que mi madre me abrazó)
Curse the day I grew to be a man and learned to love
(Maldito sea el día en que crecí y conocí el amor)
Curse the love that made me learn to hate all men
(Maldito sea ese amor que me hizo odiar a todo dios)
Curse the day that I became what I was born to be
(Maldito el día en que me convertí en lo que soy)
Curse all happy men on earth who were not cursed like me
(y malditos los que sobre esta tierra no están malditos como yo)

Take an eye for an eye they say
(Ellos dicen: cóbrate ojo por ojo)
But an eye for an eye won't pay
(pero ni el ojo por ojo bastaría)
All that's due
(para saldar)
All that's due to a man with nothing left but hate.
(la cuenta cuando uno se ha entregado al odio, sin más).

Let the sun shine upon the sins of men
(Que el sol brille sobre nuestros pecados)
Let the sun shine upon my dead long stray
(Que el sol brille sobre mi penoso errar)
Let the stars go by in the black night sky
(Que las estrellas transiten por la oscura noche)
It's a world of darkness night and day for me
(El mundo, día y noche, es oscuro para mí)

Curse the day that I was born into the world I know
(Maldito sea el día funesto en que nací)
Curse the day that I became what I was born to be
(Maldito el día en que me convertí en lo que soy)
Curse all happy men on earth who were not cursed like me
(y malditos los que sobre esta tierra no están malditos como yo)

jueves, 11 de diciembre de 2008

El Pistolero.

La compañía de Arkansas habría de conquistar el vado con relativas pocas bajas, y sumarse algunos días después a las tropas del general Johnston en Betonville, donde resultaría vencido por el general Sherman apenas una semana después. Tras la capitulación de Lee, Johnston hacía lo propio en Durham a finales de Abril. Los despojos sudistas masticaban una amarga derrota de camino al hogar. Renford lo hacía con un tobillo que nunca terminó de sanar –el izquierdo- y en la frontera de Arkansas se separó con un fuerte abrazo del viejo Witacker, quien tenía la vista puesta en Nuevo México. William Búho Anunciador, si bien había sobrevivido a las heridas recibidas en su aventura en el cauce del Wake Forest, cayó en Betonville víctima de los cañonazos.

Albert Renford tenía la impresión de que el mundo se había quedado deshabitado. Un solo vistazo en los pueblos por los que pasaba permitía hacerse una idea de la espantosa cifra de bajas que aquella encarnizada guerra se había cobrado. Y aunque se lamentaba de todo corazón por todo el horror y el sufrimiento que aquel acontecimiento gigantesco había ocasionado, jamás consentiría en tildarlo de sinsentido, como algo que nunca hubiese debido pasar, llevado por el dramatismo o por la publicidad de la derrota padecida. Mientras que había luchado abrazando una causa voluntariamente, rendido a las ínfulas de la juventud, y había visto morir a buenos paisanos, a amigos de la infancia, jamás había cedido al desaliento de estar contribuyendo a un sinsentido. Y por supuesto que regresaba con la cabeza alta, y dispuesto a acallar las bocas de aquellos que osasen menospreciar todo ese valor que los vivos y los muertos habían derrochado.

miércoles, 10 de diciembre de 2008

Myspace.

Cuento desde hace algunas semanas con un Myspace donde promociono mi música. El link es el siguiente:

Aguilar

¡Cuidaos mucho!

lunes, 8 de diciembre de 2008

El Pistolero.

-¡A cubierto, rápido!

El cabo Renford se arrastró hasta el terraplén desde el que el sargento Laramie gritaba sus órdenes.

-Esos perros nos están machacando…

-¿Cuántos han caído?

-Ni idea… -el cabo pegó la espalda contra la tierra apelmazada y recargó su rifle. –Con esa gatling, mejor nos olvidamos de seguir por aquí.

-El siguiente vado está a diez kilómetros, así que ni hablar de ello. ¿Qué tal la dinamita?

-Je, ¿qué clase de brazos cree que tenemos, sargento?

-¿No hay un indio entre nosotros? Dile que trabe un cartucho a una flecha, que prenda la mecha y que dispare con ese estúpido arco suyo, ¡dile que haga algo!

-Va a negarse…

-¡Si se niega, vuélale la cabeza a ese asqueroso!

Renford quiso escupir, pero tenía el gaznate más seco que la mojama, así que un hilillo colgante de sus labios fue lo único que consiguió.

-A sus órdenes, sargento.

Retrocedió a rastras bajo los salpicones de plomo ígneo que trituraban la corteza y las ramas y batían la tierra. A su alrededor, ningún confederado se atrevía a replicar al fuego enemigo, todos se mantenían con la cabeza gacha, algunos agazapados tras el cuerpo de algún compañero caído, los más afortunados detrás de saltos del terreno o de los troncos de los árboles. Las carretas de impedimenta estaban fuera del claro, y sólo atravesando un macizo de zarzas pudo alcanzarlas.

-¡Me cago en Austria y en San Petersburgo! –Albert Renford se incorporó y se sacudió el uniforme; a su espalda, un crepitar de balas rubricó su exclamación.- ¡Anunciador! ¿Dónde coño está ese sucio indio?

Ya lo sabía antes de terminar de hablar, y con paso firme se dirigió a la carreta de avituallamiento. Anunciador se hallaba compartiendo una botella de whisky con Hill Witacker, el viejo borracho de Austin, Texas.

-Malditos cabrones, estamos ahí delante arriesgando el culo y vosotros aquí poniéndoos los hocicos calientes, me cago en vuestras almas –apoyó el hombro en la carreta y le arrebató la botella al indio. Los dos bribones lo miraban divertidos.

-Por ahí no se puede pasar –opinó Witaker, que conservaba un solo diente en su boca maloliente.- Nos cerraron la puerta, nos cortaron el cabo, dieron carpetazo al asunto…

Después de un intenso trago, Renford se limpió las comisuras con la manga de la guerrera y contestó:

-Al sargento se le acaba de ocurrir una idea magnífica –lanzó unas risitas de hiena.

El cabo Albert Renford tenía un rostro cuadrado y juvenil, aniñado habría dicho alguno, con una nariz maciza y respingona, enmarcado por un cabello largo y oscuro que formaba bucles, y reportaba un aire aristocrático a su complexión fornida. Mientras reía, mantenía los ojos pequeños y acerados sobre el indio, William Búho Anunciador, un tipo risueño y con unos kilos de más, quien, con la mosca detrás de la oreja, inquirió:

-¿Qué, qué pasa, qué?

-Pasa que eres un elemento crucial para su plan, y que tienes que –soltó una carcajada-tienes que -otra más- tienes que agarrar una flecha, atarle un cartucho de dinamita, prender la mecha y disparar a la otra orilla. ¡Pum!

-Eeeh, te has puesto blanco, podrías pasar por blanco, cualquiera diría que eres blanco, Anunciador –señaló Witacker.

-No me pagan por hacer el piel pálida loco –el indio se cruzó de brazos.

Renford desenfundó en menos de un segundo y le apuntó en mitad del pecho.

-No te hagas el remolón, piel roja –dijo mostrando la mitad de sus dientes. –Me dio permiso para mandarte a criar malvas si te negabas, y además, me debes dinero.

-No te debo dinero.

-Sí me lo debes.

-No…

-¡Cállate! Vamos, coge el arco y las flechas o te postro –Y a Witacker: - ¡Tú, vieja mofeta, trae una caja de cartuchos, vamos, tú también vienes!

Un poco después los tres abordaban la embocadura del vado por la izquierda, una zona casi selvática que permanecía ajena a los intereses de la Gatling, que había dejado de escupir fuego momentáneamente. Se agazaparon bajo la languidez de unos chopos y el indio, refunfuñando, trabó un cartucho a una flecha.

-Son como treinta metros, no llegará.

-Hay que intentarlo, si no, habrá que buscar un sitio sin tanta diagonal.

-¡Indio, haz que llegue, perro!-gruñó el viejo.

Fue un momento dramático: Renford prendió la mecha y luego un par de cigarros para Witacker y él mismo, mientras Anunciador tensaba el arco con mucho cuidado y soltaba la cuerda sin demasiado cálculo. La flecha chisporroteante se levantó por los aires, bajo un cielo azul límpido de primavera, y comenzó a descender como un ave con un ala rota, hasta caer en el agua, a una distancia escandalosa de la orilla opuesta, provocando un siseo. Alguien dio la voz de alarma entre los unionistas:

-¡¿Eh, qué pasa allí, qué traman esos cabrones?!

Y no tardaron mucho en responder con sus fusiles en su dirección.

Renford, por su parte, apuntó con su rifle con mucho cuidado, y masculló mordiendo el cigarro:

-A ver si le doy a ese…

Disparó y una pizca de tiempo por detrás del estampido advino la visión de un casaca azul doblándose sobre sí mismo y desplomándose sobre unas matas.

-En todas las tripas –se sonrío el cabo. –Vámonos de aquí.

-En los tiempos antiguos, existían las catapultas, Renford. ¿Te imaginas contar con eso? Eso sería lo suyo, una catapulta, como un tirachinas gigante.

-¿Nunca te han dicho que resultas reiterativo, viejo? Anunciador, súbete a ese árbol.

-Mátame tú mismo.

-¡Que te subas! Me cago en Lincoln y en su padre, ¡estás en el ejército! ¡A cumplir órdenes, cojones!

Renford trepó también hasta la copa y se acomodó sobre una gruesa rama. El indio, a horcajadas sobre otra cercana, cargó el arco y esperó a que el cabo prendiese la mecha con su cigarro. A unos diez metros de altura, resultaban un blanco fácil, pero vista la prometedora parábola que obtenían merecía la pena asumir ese riesgo. En efecto, la flecha atravesó la distancia con seguridad y se perdió en mitad de la maleza. Permanecieron expectantes. De repente, dos o tres soldados rompieron a corretear como conejos y una explosión remató el espectáculo.

-¡A tomar por culo!-se carcajeó Renford, y el indio lo secundó.

-¿Qué ha pasado? ¿Llegó la flecha, llegó? –Witaker se agitaba alrededor del árbol como si sufriese de incontinencia.

-Vamos, otra, esta vez apunta mejor –urgió el cabo. Ya los habían divisado y se reagrupaban para soltar una salva certera contra la copa. –Venga, venga, ¿los ves? Desbándalos.

El indio disparó de nuevo. Los unionistas dejaron de apuntar y alzaron sus cabezas, contemplando entre desconcertados y maravillados el proyectil; sólo cuando comenzó a bajar en picado, deshicieron el pelotón y se lanzaron cuerpo a tierra, protegiéndose las cabezas. La dinamita estalló en terreno seco. Un gran vocerío se oyó a la derecha de donde se encontraban, y la Gatling retomó su cadencia letal.

-¡El sargento debe haber dado la orden de atacar! Anunciador, por tu madre, sigue tirando flechas. ¡De aquí nos bajamos tiesos o cuando se tome la otra orilla, no hay otra!

Seis flechas más se precipitaron contra el enemigo hasta que un aluvión de balas les obligó a desistir, al indio con el costado agujereado y al cabo con un tobillo hecho cisco. Cayeron como cocos, dando costaladas por entre el ramaje. El clamor de la refriega continuaba, pero era imposible determinar desde su posición cuál iba a ser el resultado.

domingo, 7 de diciembre de 2008

Foros y partidas.

Estoy dirigiendo una partida: Aletheia, en el foro:

Espiral Onírica
.

Es un foro dedicado al juego de rol de horror Kult. Pasaos si os interesa el tema, la peña es educada. Allí me hago llamar: L'Architecte.

Por otro lado, he hecho limpieza en el nido y me dispongo a organizar algunas partidas.

lunes, 1 de diciembre de 2008

Los casos de Antonio Rumor, el detective redivivo. Capítulo 1.


Aquel puñetazo había sido fulminante: Antonio Rumor se desmadejaba sin remedio bajo el posterior aluvión de golpes. Los tres matones que le estaban zurrando venían de parte de Maldonado, un mafioso que había sido comprometido por unas fotografías en su último trabajito: un político le había encargado hacerse con pruebas de infidelidad conyugal, y el amante ilícito había resultado ser el tal Maldonado. No era la primera vez que Antonio “cobraba” de esa forma, pero esos mamones se estaban ensañando.

Sorbiéndose la sangre, logró un resuello para apostrofar:

-Eh, no os lo estaréis tomando como algo personal, ¿no?

-¡Ah, cabrón! –uno de ellos picó el anzuelo. Y recalcó lo próximo con una patada en el costado: -Por fin me recuerdas, ¿eh?

-Ilústrame, hombre –gimió en cuanto recuperó la respiración.

-Por tu culpa me quitaron la paga, hijo de puta chivato asqueroso.

La existencia de un detective discurría entre los detritus morales de sus semejantes: estafadores acémilas y fanfarrones de vientre flojo solían ser los elementos más comunes del paisaje. Captó de soslayo los rasgos de su interlocutor, vulgares, incluso mongólicos. No había nada interesante que escudriñar, aquel tipo era un perro rabioso. Sus adiestrados dedos ya acometían su función: teclear dentro del bolsillo de su chaqueta el número de emergencia.

-¿Y entonces…?

-Entonces, voy a partirte el cráneo.

Y sin más dilaciones, el tipo sacó una cachiporra y comenzó a machacarle la cabeza.