lunes, 10 de marzo de 2008

Abracadabra.

Recobró la conciencia. Se descubrió apresado a una silla con cinta de embalaje, con las manos y los pies bien afianzados, en un estrecho garaje. Un pre-adolescente se encontraba frente a él. Lo examinaba con ojos crueles y sus manos sopesaban un bate de béisbol.

-Mago –se limitó a decir.

Alejandro Orozco sacudió la cabeza tratando de despejarse por completo. ¿Qué había pasado? ¿Podía ser que lo hubiesen drogado? ¡Esos críos cabrones! Habían llegado a su puerta vendiendo limonada y se le había antojado una situación tan cursi y tan exótica para el Aljarafe que había permitido que le sirviesen un vaso. Después de eso, no recordaba más.

-¿Qué pasa, qué mierda pasa aquí?

El chaval dejó de darse golpecitos con el bate en la palma de la mano y dirigió la punta al rostro de Alejandro.

-Pasa que nos vas a contar el secreto.

La puerta se había abierto unos instantes antes. Una niña había hecho acto de aparición, exhibiendo una sonrisa incómoda como un cuadro torcido. Aprovechó para intervenir:

-¿Cómo hizo aquel truco, señor López?

-¿Qué truco, niña? ¡Ya no hago magia!

La niña no era ni guapa ni fea. Llevaba puesto un viejo delantal. Se le aproximó con las manos entrelazadas a la espalda, con una pose siniestramente infantil.

-El truco. Lo hizo usted una vez, en los ochenta. Alguien que estaba en la sala lo filmó y ahora el vídeo está colgado en Youtube. Me estoy refiriendo al truco del conejo en la chistera.

Alejandro, a quien se le escapaba lo comprometido de su situación (“¡Eran simples chicos, por todos los santos! ¿Qué maldades irían a hacerle?”), soltó una risotada tras considerar la petición.

-¡La explicación de un truco tan viejo la podéis encontrar en cualquier parte! Venga, soltadme. Os prometo que no tomaré represalias.

La chica, sin dejar de sonreír, se colocó tras él. Mientras lo hacía, Alejando vio por el rabillo del ojo como sacaba unas tijeras del bolsillo del delantal. Antes de que pudiese siquiera alarmarse, la chica, con un rápido movimiento, le atrapó la oreja izquierda y le asestó un corte. Fue un tijeretazo súbito y tierno, un pasaje metálico en la carne. La chica pasó a mostrarle inmisericorde el lóbulo de su oreja.

-HIJADEPUTA

La chica ya no sonreía. Lanzó el trocito de carne sobre su cabeza y dijo:

-No nos trate como si fuésemos imbéciles. A mí me gusta cortar trocitos, pero Pedro no pondrá ningún reparo en romperle todos los huesos del cuerpo.

Alejandro seguía gritando y agitándose en la silla, maldiciendo y blasfemando. La chica hizo una señal al susodicho Pedro y éste ni corto ni perezoso le bateó una de las rótulas. El cuerpo de Alejandro se sacudió con un espasmo supremo y un grito inarticulado se ovilló en su garganta. La chica observaba sus muecas y contorsiones con aire divertido. Esperó unos segundos antes de continuar:

-Mire, no somos unos profanos. Nos hemos documentado abundantemente sobre el tema. Pero usted introdujo una variación que no está registrada en ningún lugar y que ciertamente parece magia auténtica. Cuéntenos.

-Es… es un doble fondo y…

-¡Pedro!

Pedro se aprestaba a batear de nuevo. Alejandro reaccionó alarmado.

-No, no. Está bien, está bien ¿Qué es exactamente lo que queréis saber?

-Ni en las clavículas de Salomón, ni en los cuadernos de X… No hemos encontrado ni una sola pista. ¿Cómo puede ser?

-Es complicado de explicar, ni yo mismo lo comprendo muy bien –el rictus severo de la niña lo animó a intentarlo: - Nací, nací con un don: veis mis manos, mis dedos, pero no podríais verlos, eran invisibles.

-¿Qué cosas?

-Los hilos que salían de las puntas de los dedos.

-¿Hilos? ¿Como telarañas? –la niña parecía muy dispuesta a creer.

-Podría ser… Pero no sabía adónde iban a parar, de qué forma se conectaban con el todo. Todo, la realidad, es como un tapiz, un bordado muy complicado.

-Ajá. Siga.

-Cuando lograba accionar esos hilos, prestidigitar, podía crear, alterar estados de cosas... Como ese conejo.

-¿Es usted una especie de sastre?

-Algo así. O mejor, una hilandera. No lo sé. La cuestión es que, cuando traspasaba ciertos límites, algo inesperado se trastocaba también, como si, para confeccionar lo mío, hubiese tirado del cabo que prendía de un chaleco hasta deshacerlo por completo.

-¿Qué ocurrió?

-Mi ayudante era también mi prometida. Jamás le conté que hacía magia de verdad, no quería que me tomase por loco. Hice el truco un par de veces. Ella murió algunos meses después de aquella actuación.

-¿Cómo murió?

-Las células se le disparataron. Fui yo, estoy seguro. Tiré de sus hilos para… para crear un conejo de la nada –las mejillas de Alejandro se mojaron de lágrimas silenciosas.

-¿No pudo hacer nada para…?

-¿Para salvarla? Se consumió en un chasquido, en un santiamén. Pero sí, intenté muchas cosas, active infinidad de resortes… Si sucedió algo, no he logrado averiguarlo; era un ciego soñando con tejer filigranas.

-¿Por qué no volvió a practicar la magia?

-No merece la pena –respondió Alejandro, mostrando un hondo desaliento.

-Pero, ¿ya no tiene esos hilos saliendo de sus dedos?

-No, se marchitaron cuando dejé de usarlos, de ser consciente de ellos. Acabaron por desprenderse.

-¡Pero eso no es posible! –un punto de histerismo resonó en la voz de la chiquilla.

-Lo siento, pero es así – Alejandro comenzó a asustarse.

-No, no. Entiéndame. Esos hilos no podían vincularse tan sólo a la punta de sus dedos.

-Có… cómo dices

-¡Escuche! Si esos hilos comunican unas cosas con otras es como si fuesen interminables, infinitos. Eso quiere decir que ¡se gestaban en su interior! Están ahí dentro, se pueden recuperar de nuevo –señaló con las tijeras su torso.

Alejandro Orozco pudo percibirlos por fin, el pavor creciente le abría de nuevo los ojos: una maraña de ominosos hilos que surcaban el espacio, activados por él mismo hacía muchos años para acabar cosiendo en aquel par de criaturas un único cometido en la vida, un sentido definitivo para sus existencias: el de ir seccionándolo poco a poco, recortándolo con meticulosidad, para rescatar la magia en el fondo de su ser.

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