lunes, 18 de febrero de 2008

PROCRUSTES. I.

1. La técnica Smeragdina de contorsión.
Habían corrido rumores sobre su existencia desde el segundo decenio del siglo veinte: se contaba que el gran contorsionista cuyo nombre artístico fue Procrustes consignó sus descubrimientos en unos cuadernillos que desaparecieron tras su misteriosa muerte, en el transcurso de una actuación ante el duque de Baviera. La trouppe con la que viajaba no pudo dar ninguna información al respecto, ya que poco después la caravana desaparecía en el interior de la Selva Negra sin dejar rastro.
Maestros posteriores jugaron a insinuar que dominaban algún que otro aspecto de la hipotética técnica, pero M. podía asegurar que no había sido cierto en ningún caso. Porque M. sí había estudiado aquellos cuadernos míticos, escritos en alemán con una letra menuda y apretada, profusamente ilustrados, ajados por causa de incontables peripecias, y sus enseñanzas fabulosas estaban a años luz de lo que los miembros más destacados del gremio hubiesen osado soñar alguna vez.
La cuestión que obsesionaba a Procrustes era la introducción del cuerpo en espacios cerrados mínimos: su doctrina más acabada se reseñaba como “Clausura del cuerpo”. Describía contracciones y luxaciones a primera vista increíbles, pero subsistía una poderosa lógica capaz de motivar a cualquier contorsionista avezado.
Sin embargo, antes tan siquiera de poder abordar los ejercicios, M. comprendía que debía disciplinar su cuerpo y su mente: viajó al Himalaya y conoció el vértigo y la inmensidad del abismo; cruzó el Pacífico y casi enloqueció en la vastedad sin diferencia del mar; la Antártida le ofreció un bostezo helado e infinito. Pastaba en el espacio, rumiaba el espacio. No le preocupaba el no haber experimentado la inercia del espacio exterior, porque sabía que los cuerpos humanos pertenecen a la Gravedad.

Los pecados del padre.

Los padres comieron agraces y los hijos sufrieron dentera.
"¿Acaso soy el guardián de mi hermano?", cuestionó Caín a Yahvé. Y nosotros, acaso, ¿somos los guardianes de nuestros padres? ¿Dónde está la raíz del pecado? Con una hoz la cercenaría. Mostradme ese árbol de la ciencia y con gusto lo incendiaría, para que nadie hubiese tenido oportunidad de pecar. Y, en razón de semejante acto, para mí no habría infierno, ni vagar por tierras valdías. Mi castigo sería inimaginable, puesto que habría borrado de la faz de la creación la esperanza en que la gente termina aprendiendo, comprendiendo, más pronto o más tarde. Nadie aprende, jamás; nadie cambia, jamás. Heme aquí cargando con los desvelos de mi padre ante las puertas de Tebas. ¿Cómo me desharé de esta carga: triunfando donde él no pudo o siendo derrotado?

Las babas de Atenea.

No puedo parar. Nunca duermo. Estoy esperando.
Juego sola a juegos rudimentarios y solitarios. Me oculto debajo de la cama. Sé que me observas, y que cuando no, te alarmas. Te asusta más el no verme, y sin saberlo, te has convertido en custodio sempiterno de mi imagen.
Puedo pasar horas tendida debajo de la cama. ¿Que qué hago ahí debajo, que en qué cosas pienso? No lo sé. Tal vez ni piense, sobre todo porque estos pensamientos que se están manifestando ante ti y me adjudicas son imaginaciones tuyas. Dejo de ser cuando dejas de verme: no hay nada en mi interior. La cámara no alcanza mi escondite. Esto te recuerda que lo que llamas hogar puede tornarse un lugar siniestro.
Vuelvo a mis juegos. Son juegos desangelados. Me hago la estatua. Miro el reloj. Miro la pared. Te miro a ti. Así transcurre mi tiempo. Ser es tiempo. Tiempo es ser. Me da igual qué se me ocurra para pasar el tiempo, pero quiero pasar todo el que pueda aquí. Todo el que pueda. Incluso sin hacer nada, todo el que pueda.
Y a mi alrededor, la gente, ¿qué hace? No me importa qué haga. No existen pero me odian. Me odian y me temen. Me mantienen encerrada, como si algo así pudiese afectarme.
He dicho que no existen, porque no insisten tanto como yo en ello. Sin embargo, pueden hacerme daño. Puede hacerme daño quien yo decida que es real. Mi madre. Mi madre me traicionará siempre. Siempre logra traicionarme. No soy capaz de preverlo.
Digo que ellos no insisten. Insistir no es otra cosa que esperar. Insistir es tratar de llevar a cabo reiteradamente el ser de algo, dejar expedito el terreno para que la esencia se despliegue a su amor. Insistir es un preceder, pues, preceder a la esencia. Un preceder y un aguardar para instaurar y dar la bienvenida a lo que prosigue, a lo que procede. Insistir es tener la paciencia de reiterar el ruego de forzar la venida; es tener el pathos, padecer pacientemente la espera. Puro pathos, lo pasible por antonomasia: materia cuasi fantasmagórica que no opone resistencia.
No se trata de estar más o menos vivo: se trata de forzar la permanencia bajo la modalidad del pathos de la espera. Se trata de no dejar de desatender la espera, de no poder cerrar los ojos, de no poder dormir.
Insistencia en el ser es el estar a la espera de una existencia (y del mundo que abre) que expropiar. Por el usufructo de los distintos y no intercambiables existentes se produce la recogida de todos ellos en la heteronomía. Heteronomía no es tan sólo el simple robo de la voluntad, sino que es el ojo que se abre como un desgarro en el mundo. In-sistencia es parasitar internamente la existencia.
Soy la simulación de un existente, quiero decir: en mi caso, no aparece estrictamente la apariencia, sino lo que la fuerza a aparecer y en violento acomodo se dispone a esperarla. Dicho de otra forma: adopta una apariencia de vida porque conoce los cauces por los que la vida discurre, y porque aguardándola en su lecho aún seco tiene la esperanza de ser anegado por ella.

... y el alma inextensa.

"Advierto, al principio de dicho examen, que hay gran diferencia entre el espíritu y el cuerpo; pues el cuerpo es siempre divisible por naturaleza, y el espíritu es enteramente indivisible."
"Advierto, al principio de dicho examen, que hay gran diferencia entre el espíritu y el cuerpo; pues el cuerpo es siempre divisible por naturaleza, y el espíritu es enteramente indivisible. En efecto: cuando considero mi espíritu, o sea, a mí mismo en cuanto soy sólo una cosa pensante, no puedo distinguir en mí partes, sino que me entiendo como una cosa sola y enteriza. Y aunque el espíritu todo parece estar unido al cuerpo todo, sin embargo, cuando se separa de mi cuerpo un pie, un brazo, o alguna otra parte, sé que no por ello se le quita algo a mi espíritu. Y no pueden llamarse «partes» del espíritu las facultades de querer, sentir, concebir, etc., pues un solo y mismo espíritu es quien quiere, siente, concibe, etc. Mas ocurre lo contrario en las cosas corpóreas o extensas, pues no hay ninguna que mi espíritu no pueda dividir fácilmente en varias partes, y, por consiguiente, no hay ninguna que pueda entenderse como indivisible. Lo cual bastaría para enseñarme que el espíritu es por completo diferente del cuerpo, sí no lo supiera ya de antes."

Llevaba más de tres días encerrado en su cuarto, jugando al solitario spider, cuando se animó a salir a lavarse la cara, a ver si le cambiaba la vida. Finalmente, no se la lavó, sino que bebió agua. Pero ocurrió que a su espalda surgió la reina de corazones, que a hurtadillas parecía haberlo seguido desde el cuarto: una carta, de poco menos que su estatura, dotada de extremidades, empuñando una hachuela de carnicero. La veía tras de sí, reflejada en el espejo. Estaba petrificado. No reaccionó ni cuando el destral descendió y le amputó el antebrazo derecho.
-¿Has visto?- dijo la aparición.- En ese trozo de cuerpo no hay espíritu.
Soltó un alarido. Supo que se trataba de una pesadilla aun antes de despertar, porque no prorrumpió la sangre.

"(...) contando con mi memoria para enlazar y juntar los conocimientos pasados a los presentes, y con mi entendimiento, que ha descubierto ya todas las causas de mis errores, no debo temer en adelante que sean falsas las cosas que mis sentidos ordinariamente me representan, y debo rechazar, por hiperbólicas y ridículas, todas las dudas de estos días pasados; y, en particular, aquella tan general acerca del sueño, que no podía yo distinguir de la vigilia. Pues ahora advierto entre ellos una muy notable diferencia: y es que nuestra memoria no puede nunca enlazar y juntar nuestros sueños unos con otros, ni con el curso de la vida, como sí acostumbra a unir las cosas que nos acaecen estando despiertos, En efecto: si estando despierto, se me apareciese alguien de súbito, y desapareciese de igual modo, como lo hacen las imágenes que veo en sueños, sin que yo pudiera saber de dónde venía ni adónde iba, no me faltaría razón para juzgarlo como un espectro o fantasma formado en mi cerebro, más bien que como un hombre, y en todo semejante a los que imagino, cuando duermo."

Signos del martirio.

Un brazo amputado se le presentó y le habló con la voz de los justos.
Un brazo amputado se le presentó y le habló con la voz de los justos. Era un santo, un truculento santo. La identidad de un santo cuyo nombre se desconocía, el macabro rastro de santidad que provenía de un mártir anónimo.
Los santos venían a él y le hablaban. Los santos eran espeluznantes, pero eran las santas las que presentaban un aspecto más terrorífico. Los signos del martirio hablaban por ellos. Meditaba en que la cara más crucial de los signos era el significante porque, si son lo bastante poderosos -como ocurría con estos-, imprimían la imagen acústica en la mente, el sonido de la Justicia, que dice sin el deber de significar.

¡Milagro!

Muchos fueron a ver el milagro. Lo del muerto que resucitó. Querían saber qué vendría contando, qué aguardaba en aquel lado.
Muchos fueron a ver el milagro. Lo del muerto que resucitó. Querían saber qué vendría contando, qué aguardaba en aquel lado. A la mayoría de los hombres la vida se les queda corta, o no le ven nada atractivo, como si fuese una película de un género que no gusta. El finado se encontraba en una cueva desde hacía varios días. Sin embargo, respondió a la llamada del nazareno.
-Milagro, milagro - un temor reverencial se apoderó de los presentes cuando la figura se irguió en el umbral de la tumba. Iba amortajado de pies a cabeza, la tela aparecía manchada de humores serosos, los de un cuerpo que marcha hacia la putrefaccion. Jesús mismo fue hacia él y lo ayudó a caminar. Lo sentó en una piedra y lo despojó de la mortaja, que quedó abandonada como una piel indescriptible. A esas alturas, ya había allí congregadas más de quinientas personas, pero sólo para unos pocos aquello constituía algo más que una anécdota. Porque, ¿el milagro está en volver a la vida o en volver siendo el mismo?

domingo, 10 de febrero de 2008

Es el tablero de ajedrez de nuestras pasiones:
yo mudaría suicida mis piezas destartaladas
por tu viente -codiciada planicie-
hasta tus senos inexpugnables
y gozaría tu pérfida dama
devorándolas una por una nada más fueran llegando;
yo quemaría todas mis naves
y alzaría poderosas mis torres
sólo para verlas desmoronarse piedra por piedra
bajo el asedio sin tregua de tus alfiles perturbadores;
y hete aquí toda mi caballería pasada por agua
en la poca inspirada carga
de pasar el mal trago de reclamarte una cita
mientras mi rey resultaba capturado
inesperadamente por la espalda
por todos esos peones de tontería
a los que nunca tuve en demasiada cuenta.