lunes, 25 de febrero de 2008

Seventh Son Of A Seventh Son.

SÉPTIMO HIJO DE UN SÉPTIMO HIJO.

Aquí se desvelan, hermanos todos ellos,

Todos los vástagos cuyo número cobrará un sentido

Aquí aguardan el nacimiento del hijo,

El séptimo, el bendecido, el elegido.

Aquí, remontando una línea inalterada

Nace el sanador, el séptimo, su turno

Le reporta la gracia, y a lo largo de su vida

Llegará a conocer el poder del que fue investido.

Sus progresos serán seguidos muy de cerca

El Bien y el Mal… su camino está por determinar

Ambos tratarán de atraerlo hacia sí

Y hacerse con sus poderes, antes de que pueda decidir

Hoy ha nacido el séptimo

Nació de mujer un séptimo hijo,

De quien desciende a su vez este séptimo hijo.

Él tiene el poder de curar

Él posee el don de la segunda visión

Él es el elegido

Así será escrito

Así se hará

miércoles, 20 de febrero de 2008

Diez Mil Magos. II.

1. La carrera hacia Oranges. (Parte segunda.)

Los Grifos de Adendas lo corearon; las columnas se desplegaron y rompieron sobre los efectivos que disputaban a la sombra del primero de los tres cinturones de Oranges y entre las máquinas de asedio. Un gran clamor sorprendió a los de Pareo, como un látigo hace jirones las espaldas del ajusticiado. Habían abierto brecha en múltiples puntos y prendido fuego a las almenas. Se combatía en el adarve y pocos quedaban ya que pudiesen regocijarse con nuestra llegada.

-¡No os demoréis! Nuestra valía se verá refrendada tras los parapetos. ¡Hacia el interior de la ciudad!

Lo súbito de nuestra acometida nos permitió penetrar profundamente entre las hordas. En mitad ahora de un infierno de lanzas y escudos pugnábamos por proseguir nuestro avance. El grueso de los Grifos consiguió superar el primer obstáculo; el resto se encaramó a las almenas y trató de contener a los asaltantes que, superada la sorpresa inicial, se debatían como perros rabiosos.

Así que nos encontrábamos entre el primer y el segundo cinturón de murallas, que en su contorno ceñía la falda de la colina, en cuya cima se alzaba el santuario de Munce. También se había quebrado la defensa en algunos puntos, pero en lo alto los defensores seguían siendo numerosos y resistían con fiereza, arrojando piedras y picas. Los estandartes del Tetrarca Adendas, de la Ciudadela de Oranges y de los Grifos Sangrientos les advirtieron de nuestra presencia. Se alzaron vítores desde las almenas. Los apostados en el primer cinturón desempeñaban eficientemente su tarea, al menos de momento, puesto que el flujo de atacantes comenzaba a decrecer, lo que nos permitía dar buena cuenta de los que ya concurrían. El respiro que les concedíamos a los de abajo permitió a los defensores reforzar las grietas y reponer sus municiones. Desgraciadamente, unos mil debían de asediar ya el tercer cinturón. Narrado, lo sé de buena tinta, lo arriesgado de nuestra situación se diluye en el molde predeterminado de la letra, se difumina entre lo concreto del discurso y lo inasible de sus márgenes, pero lo único que ya podría añadir es que un huracán se había corporeizado a mi alrededor y me sacudía y me desgarraba, me arrojaba de bruces y me alzaba de nuevo, me hería de muerte con fauces de esfinge y me quebraba los huesos con cascos de hipogrifo; fuego y hielo fustigaban mis sentidos; sólo dándolo todo por perdido se podía continuar vivo en aquella debacle. La sangre se deslizaba por mi hoja resquebrajada y goteaba desde mis nudillos; podía oír el viscoso sonido producido por cada gota al estrellarse contra la pétrea calzada.

Descubrí con alegría que Meridian continuaba en pie. Manejaba su hoja terriblemente vasta con decisión y aplomo. Hondia, mi segundo, hacía sonar su cuerno algo distante, demandando auxilio. El combate se recrudecía frente a las puertas. Un ariete se exhibía amenazadoramente y era menester inutilizarlo. Meridian me acompañaba. Precipitamos una tunda de acero sobre una llanura de escudos, haciendo trastabillar a un puñado de infantes. Procurábamos no colocarnos a tiro de jabalina. Mientras, el ariete proseguía su amenazador avance. De repente, ‘Mbrut Meridian desapareció. Mientras rechazaba a mis acosadores, procuraba aceptar el hecho de que el mercenario hubiese huido, excusándolo tal vez. Mis valientes Grifos se batían en tanto, con la esperanza de salvar del infortunio a sus familias. Entonces, la imagen pura y distinta de Alexia destelló en mis mientes como un faro que desgarra la tiniebla. ¡Alexia, la más deseada de las mujeres! El verso afloró inexorable en mis labios en honor a su recuerdo y a los días felices de Arvenia, y cantaba mientras mataba, y las huestes se detenían para contemplarme maravilladas. Abría las carnes del enemigo con el implacable vástago de la forja y el martillo, y mi voz se elevaba incólume hacia la morada de los dioses.

-¡¡¡Heraldo de la victoria!!!- rugió alguien junto a mí. Era el bravo de Meridian, que regresaba con un hato de lanzas sobre cada hombro.- ¡Lanceemos a esas hienas!

¡Oh, con cuánto gozo lo recibí! Arrebatado por un paroxismo de alegría homicida, me asemejaba yo a algún dios de las tormentas que arrojase implacable sus relámpagos. Los acertaba por cualquier resquicio concebible; profundamente los hería, mientras que desde arriba eran machacados con brío por el canto y el tocón inflamado. Al poco, cualquier idea de emplear el ariete fue desestimada, y éste quedó por tierra, como el falo de un gigante mutilado.

Hondia yacía abierto en canal; el cuerno pendía de su cuello de toro. Tracé un círculo de acero alrededor de él y ordené a un muchacho que lo recuperase. Éste lo tomó con reverencia y tocó repliegue junto a las puertas. Apenas trescientos lo habíamos conseguido. Luchamos de espaldas a las puertas que subrepticiamente se abrían para permitirnos el paso. En cuanto estuve del otro lado interrogué a uno de los guardias:

-¿Dónde está Arquivago?

-Creo que trata de contener la incursión al pie de las escalinatas. No estoy seguro. Es el caos...

-¡Mantente recio! Los Grifos avanzaremos. ¡Procurad acabar con las tropas que hay al otro lado! ¡No abandonéis a los héroes de la primera muralla a su suerte!

La ciudad estaba en llamas a lo largo de toda esa corola. Los invasores, en su determinación, apenas habían reparado en lo que sucedía en la retaguardia. Se obstinaban contra el último y más pequeño círculo defensivo. El santuario era bien visible en la cúspide, así como la parte superior de sus soberbias escalinatas.

El número de enemigos resultaba abrumador. Por suerte, Arquivago había reservado gran parte de sus efectivos en aquel reducto. Sin embargo, una de las puertas había sido truncada sin remedio, y la lucha en el umbral en ruinas era encarnizada. Hice formar a mis escasos centenares de hombres, pertrechado con dardo abundante. Los enemigos rezagados mordían el polvo ante nuestro azote: sus cabezas rodaban cuesta abajo. Procedíamos entre las casas y los monumentos arrasados como una negra sombra de venganza. Multitud de cadáveres estorbaban el paso y el pavimento estaba saturado y resbaladizo por la sangre. Al fin, la masa de los que aún se esforzaban por cobrar el santuario y acuchillar a las vestales apareció a las claras, y un torrente unísono de picas borboteó sobre sus espinazos. El efecto fue demoledor: acaso un centenar hizo crepitar sus huesos en el duro pavimento, apuñalados desde el aire. Aún volaba mi azagaya cuando ya me echaba encima de ellos: una aparición que movía a espanto: el cabello empapado en sangre, la cota de malla reducida a un amasijo de hierros, el jubón hecho trizas, cien heridas escalofriantes, el rostro congestionado, transformado en una máscara inhumana. Salté sobre los cadáveres que entonces se desplomaron y decapité al primero que afronté. La hoja saltó en mil pedazos por el tremendo impacto contra sus vértebras. Dos enemigos vinieron a hostigarme. Evité la estocada de uno de ellos y aferré la muñeca agresora, al tiempo que estrellaba mi puño izquierdo contra sus narices. El siguiente rasgó mi costado derecho. Con un gruñido de dolor, arrojé contra él a su compañero, cuidándome de despojarle de su arma, y a continuación traspasé a ambos con un lance insuperable: allí quedaron juntos y espetados como una parodia de amantes. Busqué otra espada y reemprendí mi ascenso. A través de los batientes astillados vislumbré las escalinatas de mármol y ónice salpicadas de sangre y bullentes de bélica actividad. No pasó mucho tiempo antes de que yo mismo pusiese un pie en ellas, mugiendo como un toro provisto de las fauces de un tigre.

‘Mbrut Meridian no me iba a la zaga. Era un guerrero avezado, pero ni siquiera su arma de factura impecable había perdurado. Blandía en aquellos instantes un temible martillo de guerra, con los dos pies bien afianzados en sendos escalones, y desbastaba literalmente los trozos que dejaban expuestos sus oponentes: sus brazos eran aspas de molino que voltean cuanto cae en su radio de acción y expele ráfagas de esquirlas y gotas de sangre.

Ambos bandos nos disputábamos cada escalón. Los de Pareo ya nos había advertido y titubeaban entre continuar o retroceder. La guardia personal de Arquivago vendía cara su vida en lo más elevado, aunque se trataba de apenas de un centenar. A la sombra del santuario, un hontanar de sangre discurría colina abajo, a modo de horrendo rito de unción.

-¡Expulsémoslos de nuestra ciudad!¡Asesinémosles!-aullé.

Redoblamos nuestro ataque con avidez, pese a lo extenuado de nuestros miembros. Otra cosa nos animaba: las mujeres y los niños refugiados en el templo para los cuales representábamos su única salvación. Los acuchillé una y otra vez como si se tratasen de peces atrapados en una red; los mutilé sin piedad, los derribé de dos en dos, de tres en tres, y entre los míos cundía el ejemplo: allí se realizaban gestas dignas de reyes indómitos. Los Grifos Sangrientos hacían honor a su nombre: tales bestias mitológicas envidiarían nuestras garras. Busqué entonces más adversarios, bufando y babeando la consistencia de la locura, embebido por la cólera, y tardé un poco en comprender que no había sobrevivido ni uno solo de ellos, y que otros andaban tan desconcertados como yo.

El santuario se había salvado de momento. Alguien se dirigía a mí en un tono eufórico:

-¡MaŠ-AyaŠ, eres tú!¡Bendito seas!

Se trataba de Arquivago, que, sorteando los rastros de la carnicería, descendía las escalinatas para encontrarse conmigo.

Miré hacia abajo. Desde el punto en que me encontraba, mediada la escalinata, divisaba el primer y el segundo círculo envueltos en llamas, así como la masacre de que eran víctimas los infortunados asediadores que habían quedado atrapados entre nuestras fuerzas. Mil hombres quizás pudiesen resistir a partir de la segunda muralla. Sin embargo, las legiones de Pareo se recomponían al pie de la colina y continuaban sobrepasándonos por mucho. Renació en mi pecho el deseo por ver a Alexia.

Diez Mil Magos. I.

I. La carrera hacia Oranges. (Parte primera).

Tras varios días de marchas forzadas, afrontábamos el trecho final a la carrera, pues desde la extensa llanura eran visibles los bastiones en llamas de La Fortaleza Sobre La Colina. Desde que desembarcásemos en el puerto de Eritrea, hacía ya dos días, habíamos atravesado el reino de Arvenia a un ritmo sobrehumano, en un intento frenético por alcanzar Oranges antes de que fuese demasiado tarde. Descansábamos aún menos de lo indispensable, comíamos mientras marchábamos. Que más de un centenar de soldados abandonase o cayese fulminado dará idea de nuestro colosal esfuerzo. Cada hombre cargaba con lo imprescindible: sus armas y algunas tiras de carne sazonada. Intervendríamos nada más avistar la colina asediada. Yo encabezaba la hueste, dando ejemplo. Los músculos de mis piernas gemían. El austero equipo de campaña pesaba toneladas. Pero no debía flaquear. La mayoría de aquellos bravos, como en mi caso, tenía a sus familias en Oranges, así que la resolución se presentaba inquebrantable. Tras los castigados muros de la fortaleza-santuario aguardaba mi prometida Alexia, de corazón intrépido.

Las glebas de Arvenia habían sido arrasadas a todo lo abarcable por la vista. Los sicarios del corrupto Raudos cumplían sus órdenes con minuciosa crueldad; éste, en su destierro, desdeñaba la devastación que su ambición acarreaba a estas tierras. Dejaban cientos de cadáveres a su paso, gente inocente por regla general. La rabia bullía en nuestras sienes, mas hubiera sido del todo infructífero sucumbir a ella; ya habría tiempo de desatarla convenientemente, cuando los enemigos estuviesen a nuestro alcance.

La mañana del tercer día habíamos oteado agoreras columnas de humo sobre la línea del horizonte y esto nos hizo recrudecer la marcha. No mucho después, el espolón de Agrón, heraldo de la cordillera Cadmea, había aparecido ante nuestros angustiados ojos. Oranges quedaba entonces a menos de dos horas de trayecto y el fuego ya lamía sus bloques. Ordené un alto. El desesperanzado contingente protestó airado, pero yo entendía que era necesario un descanso; de nada serviría embestir contra los sitiadores si no podíamos mantenernos en pie.

-¡Tomad resuello, valientes! El resto de la travesía promete ser animado. Con toda seguridad el Señor de la Guerra Pareo habrá dispuesto un retén en la retaguardia para responder ante cualquier contrariedad. Quizás desconozca aún que los Grifos de Adendas escaparon de su cepo y esto nos supondrá una ventaja inestimable. No me cabe duda de que el esforzado Arquivago habrá sabido mantener las defensas y causarles de paso importantes bajas. La realidad, empero, es que el ejército del Tetrarca Raudos nos supera abrumadoramente en número, incluso contando con los defensores. Así que la lucha será desesperada. ¡Yo por cierto que no desfalleceré, ya que ansío compartir el lecho con mi prometida y mil de esos bastardos no lograrían impedírmelo!

Los hombres yacían por tierra sin apartar la vista de la flama distante, barruntando el fragor del combate y los alaridos de sus familias al ser degolladas. El mercenario ‘Mbrut Meridian reposaba a mi lado con gesto meditabundo; había accedido a acompañarnos tras la encerrona en Trahen, frente a la Península Acorazada, donde había caído su amigo, el hechicero Marcebul. Al fin dijo:

-Esta va a ser una carrera gloriosa, y es posible que también un suicidio. Marcebul lo habría desaconsejado.

-Confío en mis hombres; ya viste como actuaron en Trahen. Por otra parte, los inciertos refuerzos quedan hoy por hoy muy lejanos.

-LaMaraña lo ha dispuesto todo según un plan maestro. Me pregunto hasta qué punto no estarán en connivencia con el Gerión...

-Desprecio a todos esos artífices de espejismos por igual. Nada de lo ellos maquinen conseguirá hacerme menos real.

Todavía no despuntaba el mediodía cuando decidí que era suficiente descanso. Todos estaban listos. Hondia hizo sonar el cuerno y los mil hombres hicieron atronar los llanos con sus pisadas. El despliegue de nuestras tres columnas de avance se llevaría a cabo a poca distancia de la retaguardia enemiga. Yo encabezaba la mediana y sacaba un buen trecho a mi perseguidor más inmediato, Meridian, el cual jamás hubo deseado tanto una montura. Los cuernos soplaban por toda arenga. Las armas resonaban, nuestros jadeos y exabruptos sesgaban el aire. Nuestra meta adquiría mayor nitidez con cada zancada. Lo que parecía ser una imposible marea humana cercaba la fortaleza, habiendo superado el primer círculo de murallas, avanzando colina arriba por el fuego y el acero. Un estrépito descomunal iba descolgándose hasta nuestros oídos, opacando los propios jadeos. De repente, aviesas andanadas de flechas nos recibieron. Cientos de arqueros se encontraban apostados entre las rocas. Rápidamente, se embrazaron los escudos. El trote se haría mucho más incómodo, pero pronto aquellas picaduras de abeja se vieron sustituidas por auténticos aluviones. No había tiempo para anular aquella amenaza. Muchos amigos caían con el cuello ensartado o heridos sin remedio. Avancé más deprisa. Ya no distaba el cuerpo del formidable ejército. Sendos adversarios trataron de interponerse en mi camino y con un certero mandoble me deshacía de ellos y eran despedazados a mis espaldas por mis Grifos sanguinarios. Una línea de arqueros descargó sus proyectiles; hinqué la rodilla en tierra y me parapeté tras la égida, con diez bovinas pieles guarnecida. Sentí el impacto de innúmeros dardos, recobré el aliento y de nuevo salí disparado al tiempo que lanzaba mi grito de batalla:

-¡¡¡Gloria!!!

lunes, 18 de febrero de 2008

La soledad del corredor de fondo.

Todos los caminos trazados sobre la faz de la tierra son vasos a la espera de llenarse con savia nueva, de propulsar un caudal de eventos y seres extraordinarios, cuando las dimensiones se solapan. Entonces, algunas regiones del mundo reducidas a órganos atrofiados recobran una apariencia de vida.


El último año había sido para Antonio Herrera el peor de su vida. Lo más trágico era que sólo ahora comenzaba a percibirlo de esa forma. Llevaba apenas tres meses en Proyecto-Hombre e ignoraba cuánto le quedaba para emerger de aquel oscuro túnel al que le habían empujado la fama precoz y las drogas.
Había sido campeón de atletismo de Andalucía en 5.000 metros, y un contrincante formidable en 10.000. Había estado a punto de participar en el campeonato de España, y ya su marca lo señalaba como uno de los futuros integrantes del equipo olímpico. Pero los triunfos lo habían cegado. Comenzó a tomar drogas para aliviar la tensión, aconsejado por esa clase de tipos que huelen las oportunidades de otros para tener éxito. Antes de darse cuenta, su rendimiento había caído y se pasaba todo el día dando vueltas con el coche y atiborrado de cocaína. Incluso había roto con su novia de siempre, Rosa.
Su madre había sufrido un infarto recientemente. Desde el lecho aséptico del hospital le había pedido con lágrimas en los ojos que abandonase la mala vida. Antonio había prometido intentarlo. Rosa, que había asistido a ese momento tan emotivo, quiso ayudarlo.
Las normas de la organización eran muy estrictas. Antonio las había acatado, y eso a pesar de que estaba más enganchado de lo que creía. Le habían prohibido hacer atletismo. Se suponía que una persona debía saber estar consigo misma más allá de sus obsesiones y expectativas. Irónicamente, pese a la decadencia moral en que se había sumido, al cabo de unas semanas fue lo que más trabajo le costó. Con tristeza, descubrió que el atletismo era lo único en lo que destacaba, y su oportunidad de prosperar en la vida, aunque sólo fuera porque se había dedicado casi exclusivamente a ello desde la adolescencia. Corriendo se sentía libre, lograba dejar la mente en blanco, evadirse de los problemas. Las cosas pasaban a su alrededor, sin dejarle huella, eso era todo. En la carrera, experimentaba la regularidad de un acto del que podía hacerse cargo; el dolor mordiente en las extremidades cuando la máquina estaba a punto de colapsarse; el brío infinito en los días buenos que lo impulsaban a correr hasta el fin del mundo.
Aquella tarde cedió a la tentación y contravino las normas. ¿Qué mal podía hacerle aquello? ¿No era el deporte sinónimo de salud? Nadie cuidaba de él, porque ya empezaban a confiar en él. Salió a correr por caminos poco frecuentados. Comenzaría por un camino en mal estado, flanqueado por unas pocas granjas y campos cultivados de algodón y girasol, que desembocaba en una central distribuidora de electricidad. Luego, tocaría recorrer un tramo de carretera secundaria, hasta alcanzar una vereda de tierra compactada que se extendía por una veintena de kilómetros hacia el interior del Aljarafe.
Soplaba un viento de levante perturbador, del tipo que hace que las prendas se volviesen pegajosas y el cabello molestase. Más al sur, en Cádiz, el levante devastaba las psiques. Pero esto no iba a desanimarlo. Si alguna vez había sentido la necesidad de expresarse físicamente era ahora. Ansiaba estirar sus músculos hasta donde dieran de sí, transpirar por los poros de su piel aquella fiebre de derrota y de decepción consigo mismo. Realizó concienzudamente sus ejercicios de estiramiento al lado de una parra. Tomó aliento y emprendió la marcha, temeroso por cómo iría a responder su cuerpo. Viejas molestias, el rumor de antiguas lesiones, achaques y deformaciones adquiridas con los años, salieron a flote. En esta primera fase, la voluntad debía combatir todas esas querellas, transformar esos focos de malestar en un fuego tibio y balsámico que inundase su organismo.
Antes de llegar a la altura de la primera granja diviso algo extraordinario. Plantado a la vera del camino había un percherón enorme. Dos o tres personas con pinta de gitanos del este estaban observándolo. Mientras los pasaba, Antonio no pudo evitar saludarlos y hacer un breve comentario:
-¡Parece un dinosaurio!
Los extraños se limitaron a sonreír cortésmente. Los cuartos traseros del animal parecían tener la altura de una primera planta. Su figura se recortaba titánica en el aire turbio. Antonio corría, sacudiendo la cabeza. “Tal vez sea una raza de caballos que no conozco… En zoología estoy frito.”
No pudo pensar demasiado en ello. Un poco más adelante divisó la vanguardia de una caravana de carromatos tirados por mulas que venía en dirección contraria. Había cobrado un buen ritmo de carrera, así que apenas podía dedicar más de un par de vistazos a cada carromato junto al que pasaba. Parecía tratarse de una trouppe circense, a juzgar por las pinturas y decoraciones. Pero, ¿no parecía tratarse del mismo individuo quien ocupaba todos los pescantes? Cuando reparó en ello, vio que no era así. Había un niño sonriente sentado junto al palafrenero en el siguiente carromato, una variación significativa en la serie. Pasó junto a un carro-jaula enganchado al carro que lo precedía. Estiró el cuello y descubrió a una serpiente enorme durmiendo entre la paja. El siguiente aparecía decorado como una especie de dragón. Desde sus múltiples ventanitas le parecía percibir por el rabillo del ojo rostros de payasos que se asomaban para verlo pasar y se ocultaban rápidamente, como muñecos de resorte. La caravana no parecía ir a acabar nunca. Sus oídos se llenaron de un zumbido no del todo desagradable. En una de las carretas, percibió a una joven gitana, ataviada como una pitonisa, que se asomó en cuanto lo vio pasar, como para prevenirle de alguna cosa. Antonio mantuvo la cabeza girada en su dirección mientras corría, pero finalmente no dijo nada y se limitó a observar cómo se alejaba. Antonio retuvo la cara de la desconocida en sus mientes y volvió el rostro hacia delante. Rumiando este extraño episodio, no advirtió que el último de los carromatos había quedado atrás.
La senda maltrecha terminó y sus zapatillas resonaron sobre el asfalto. Siempre había un ramo de flores renovado en algún punto de aquella carretera. Antonio tragó saliva y apuró la marcha, tomando toda clase de precauciones. Pero no pasó ni un solo coche, y en menos de un cuarto de hora ya había cubierto el peligroso tramo. Suspiró cuando sus pies tocaron la arena de la larga vereda que discurría hasta Gelves y aún más lejos.
Aceleró el ritmo de carrera, buscando ese punto de equilibrio en que todo el rendimiento a obtener era puro sacrificio. De vez en cuando pensaba en la caravana, en el caballo descomunal, en la gitana. La cara de la gitana se le trocaba con la de Rosa, que antes que amante debía considerarla buena persona. Un hombre no puede salir por sí solo de según qué trances. Una bocanada de afecto y amor le colmaba el pecho.
Escrupulosamente administraba sus movimientos, reduciendo la acción de sus rodillas y brazos al mínimo, comidiendo las zancadas. El adversario a batir era él mismo, aquello que lo volvía débil y dependiente. El levante se embravecía en su contra, tratando de mermar sus evoluciones. Pero Antonio se sentía invencible aquella tarde. Sólo atendía a la cadencia de su estilo, a la frecuencia implacable de su respiración. Personificaba el sueño del hombre queriendo ser un perpetuum mobile.
Su vigor y su determinación se destacaron de forma incontenible a través de aquellos parajes solitarios y silenciosos, y atrajeron las miradas de las criaturas forasteras que el azar y el deseo habían concitado en aquella misma senda. Algunas, luminosas y escuálidas como reflejos de luz sobre las aguas, escudriñaban en su espíritu y le concedían favores. Otras, densas sombras que se escurrían entre los cañaverales y los abrojos, le extirpaban a su paso lo que le envidiaban. Otras aún se le injertaban en el cuerpo como si hubiesen encontrado por un fin un hogar.
La carrera lo estaba transformando en cuerpo y alma, pero él no era consciente de ello. Toda atención y gozo estaban puestos en persistir en el ritmo cada vez más frenético que el ensamblaje vertiginoso de mundos le imponía. Corría entre criaturas que nadie había recogido en bestiarios.


Rosa estaba dejando las bolsas de la compra en la cocina cuando unos golpes resonaron en la puerta de entrada. Acudió a abrir con un mal presentimiento. Sus pupilas se dilataron hasta licuarse, gritó y cayó desmadejada, enloquecida sin remedio, ante la visión de aquella cosa que se alzaba en el umbral. Era de noche en la calle. Una torre de carne tumefacta, contorsionada, un organismo de regreso de vagar por otras dimensiones, por el espacio exterior, por mundos de agonía y éxtasis, se inclinaba para mirarla por debajo del dintel. De una de sus decenas de bocas rezumaba una palabra:
-Rosa.

Wish you were here.

… un total de 20 personas desaparecidas durante la noche en el poblado de Alfonso XIII, comprendido en el término municipal de Isla Mayor. Las autoridades han solicitado la ayuda de la base aérea de Morón en las tareas de búsqueda. Y en otro orden de cosas, continúa la polémica por las farolas del metro…
Les habla Alicia Ramírez, retransmitiendo en directo desde el lugar de los hechos. Los habitantes de este pequeño asentamiento están muy preocupados por la suerte que puedan haber corrido sus seres queridos. La policía ha establecido un potente operativo de búsqueda. Muchos vecinos se han presentado voluntarios para rastrear tanto los pinares cercanos como los bancales de arroz. Seguiremos atentos al desarrollo de los hechos.
Todo un misterio, ciertamente. Es el momento para un poco de publicidad. ¿Cómo? ¿Aún no te has enterado? Rebajas de escándalo en Aran…
Que no se han dado cuenta ni sus padres ni sus parejas ni sus hijos ni nadie. Como si se los hubiese tragado la tierra.
Este ha sido el testimonio de uno de los vecinos de Alfonso. “Desaparecieron de sus dormitorios, mientras dormían”: éste podría ser el titular de tan siniestro acontecimiento. Ah, parece que el comisario está saliendo del consistorio. Comisario, comisario Verdugo, ¿hay signos de violencia? ¿Podrían tratarse de secuestros? ¿Tienen alguna pista?
Nada, ninguna pista de nada. Por favor, déjenme pasar.
(...)
Vacaciones la estampida. Yo me apunto, todos nos vamos. El disco más vendido del año…
Bueno, por aquí por las marismas existen muchos rumores sobre avistamientos ovnis. Por lo visto necesitan grandes reservas de agua. Un tío mío sin ir más lejos…
Entre los desaparecidos se encuentra su padre, ¿verdad? ¿Sabe si tenía algún motivo para desaparecer como lo ha hecho?
No, no. Ayer llegaron mis padres de una boda y… ¡parecían tan felices!
(…)
…no parece que haya ningún vínculo entre los desaparecidos. Alicia Ramírez es nuestra reportera. Alicia, ¿alguna novedad?
Pues bien, Guillermo, son las dos de la tarde y todavía no se sabe nada. “¿Fueron raptados en sus dormitorios o han desaparecido por su propia voluntad?”, ésta es la pregunta que todos nos hacemos. Isla Mayor, la localidad en la que se circunscribe este poblado de Alfonso XIII consta de unos 6500 habitantes…
(…)
Noticia de última hora: los casos de desaparición continúan. Muchos de los que participaban en la batida no han regresado. Según todos los testimonios, ocurrió cuando se separaron del grupo.
Entonces, ¿más gente que desaparece?
Eso es, Guillermo. Al parecer ocurre cuando las personas están solas, cuando no están a la vista de nadie. Muchas personas están intentado huir del pueblo. Hay un atasco monumental en la carretera en dirección a la Puebla del Río.
Disculpa, Alicia, en breves instantes regresamos, queridos radioyentes. Sigan atentos a nuestra emi…
Sí, entró en su casa a buscar algo y ya no lo hemos vuelto a ver.
¿Entraron a ver si seguía dentro?
No, no entramos. Lo llamamos desde fuera. Nos daba miedo entrar.
¿Por qué?
Porque… no queremos esfumarnos en el aire, así sin más.
...congregados en recintos públicos, presas del pánico. Equipos de psicólogos tratan de controlar esta situación de caos emocional, mientras las desapariciones se siguen sucediendo sin ninguna explicación. Como ya hemos dicho, un buen número de miembros de las patrullas de búsqueda, al separarse del grueso, han desaparecido. Entre ellos se encontraban soldados cualificados en tareas de rastreo…
Acaba llegarnos una noticia… ¿Está confirmada? Dios santo… Tres casos de desaparición súbita en Isla Mayor. Todo apunta a que se trata de una propagación del enigma.
¿Podrían tratarse de casos de combustión espontánea, ya que no se encuentran cadá…
Profesor Gómez, como antropólogo, ¿puede proporcionarnos alguna…
Hicimos el experimento: Juan entró en una habitación, solo, con una cuerda atada a la cintura; oímos un ruido sordo, tiramos de la cuerda, pero Juan ya… ya no…
Todo ángel es terrible.
(…)
Un vehículo blindado del ejército español recorre las desiertas calles del pueblo, anunciando por megafonía un extraño comunicado. Oigámoslo:
“Por favor, que todo el mundo permanezca acompañado, que nadie se quede solo, repito, que nadie se quede solo.”
(…)
Centenares, llevados por la desesperación, tratan de cruzar el río a nado, esperando burlar el cerco de los militares. Es una visión dantesca. ¡No lo conseguirán! ¡Volved, volved!
(…)
Isla Mayor y el poblado de Alfonso XIII son las localidades puestas en cuarentena.
(…)
Venía corriendo como un loco, traía algo en la mano –luego descubrí que era un transistor-, me asusté y le disparé…. Ahora sé… ¡que solo quería estar con alguien!
(…)
Todos juntos se apiñan en los colegios y…
Es posible que algo nos esté reuniendo para lanzarnos una revelación.
(…)
Caravanas de coches, el éxodo, una auténtica locu…
¡No podemos ni acercarnos a las barricadas de los militares, nos disparan indiscriminadamente!
(...)
1100 desaparecidos hasta el momento. No nos dejan salir a los de la prensa. Militares, periodistas, policías… todos estamos atrapados aquí. ¿Qué nos espera? ¡Guillermo, los del programa, tenéis que hacer por sacarnos de aquí!
Cál… cálmate, Alicia. Di, ¿dónde os encontráis?
Estamos a la entrada de uno de los colegios de Isla Mayor, donde nos hemos refugiado la mayor parte de los… No sé cómo decirlo… De los supervivientes. Esperad, alguien sale corriendo.
¡Dios mío! ¡La gente desaparece a puñados! ¡Allí no hay nadie ya, en el pabellón no hay nadie ya!
(…)
Y aun cuando uno de ellos, de pronto, me estrechara contra su corazón,
¿no me desvanecería bajo su existencia poderosa?
(…)
Es posible que no exista un vínculo especial entre ellos, lo suficientemente fuerte.
¿A qué se refiere?
A que, tal vez, sólo el afecto real nos preserva en la existencia.
(Estática)
Alberto, Alberto… Mi técnico de sonido ya no está. Estoy sola, retransmitiendo. ¿Me escuchan los de ahí de la emisora, me escuchan? Tengo miedo. ¿Me escuchan? ¿Alguien me escucha? Papá, te echo tanto de menos. ¡Papá, papá!
(Estática)
¿Hay alguien ahí?
(Estática)

Aletheia.

Me fastidia que el reverendo tenga que venir de excursión con nosotros. (Por cierto que los padres de Alicia comienzan a mirarme con malos ojos si lo alentaron… Quiero decirme a mí mismo que es por prevenir percances, pues a veces la corriente del río se revuelve y puede hacer volcar las barcas.)
Las tres hermanas ríen y se divierten en el otro extremo. La menor va acariciando el agua y se ha empapado meticulosamente toda la manga. Alicia se muestra tan parlanchina como siempre, haciendo gala de una sensatez que no es propia de su edad. Me alboroza el corazón. Se expresa sin complejos, irreflexivamente, sin temor a nada: el mundo es suyo. Se desenvuelve en la vida como un pez en el agua. (Debo amordazar pasiones amargas con relamidos versos: un verso de melaza por cada latido sordo y ardiente en mi bajo vientre.)
Si será falsa la imagen que me hago de la Verdad, que a duras penas vinculo su nombre con el tuyo, por más Alicia que Aletheia. Con razón todo tu ser, más allá de tu nombre, me desvela. En vela estoy desde que te conozco. No cierro los ojos ni me privo por el sueño (espurio sopor de muerte) de lo único que importa en vida: la pureza.
Absorbido por su inocencia, el corazón se me sale por los ojos. Tierno y vulnerable recibe las estacas que sujetan lo efímero.
Entonces, advierto un reflejo en el agua. El río es un juego de humo y espejos. A nuestros pies, una gigantesca rueda dentada evoluciona hacia estados discretos siempre con un restallido, de forma que el tiempo regular de su progreso es indesligable del sobresalto. Muy difuminadas, se aprecian un millón de ellas más, grandes y pequeñas, sincronizadas, trabajando al unísono. Un artilugio mecánico subyace a la ilusión del mundo. Nuestra barca es un adminículo: las tres hermanas suben y bajan por efecto de unas varillas. (El reverendo es tan insustancial que no ocupa espacio ni siquiera como ornamento de la máquina.) Yo remo con cadencia de autómata y trato de sobreponer mis pensamientos al crujir de los engranajes, al golpeteo rítmico de los dientes, al chasquido de los muelles. Estoy un poco asustado, observo a la pequeña niña: su cara se ha vuelto la de una muñeca de porcelana: pétrea e hierática. Me imagino reuniendo la suficiente voluntad para desubicarme y arrojarme como una pieza enloquecida para encallarme y atorar una cadena, un segmento crucial del ensamblaje, y el mecanismo se colapsase y todo saliese disparado, y Alicia fuese libre. Imagino las lenguas de fuego provocadas por la fricción descontrolada, las revoluciones fundiendo los ejes, la energía de lo abortado incidiendo sobre mí, pobre pieza desbastada en el cauce de unos dientes. Abrazaría el sufrimiento terrible, habiendo de permanecer consciente, perdurando en él para que mi sacrificio tuviese sentido: siendo yo tan minúsculo, el suplicio podría llevar toda la eternidad.

Relayer.

Existe un trastorno de los sentidos: paraeidolía, que comprende esas experiencias en que un sujeto cree captar la representación de un rostro en una mancha casual en una pared, en el contorno de unos cerros distantes, o en la composición del perfil de una finca y un carro de mano abandonado junto a ella, por ejemplo.
A los más imaginativos les parece hallar en este tipo de percepciones indicios de una inteligencia esquiva y ajena a la humana, incapaz de fijar sus facciones en una forma permanente, en perpetuo deslizamiento sobre la superficie de las cosas, siempre la misma y siempre detectada de soslayo, y sobre la cual es imposible concluir si demuestra un carácter medroso o amenazante.
Hace algunas noches descubrí un reflejo rojizo entre las ramas de un árbol situado en lo alto de una cañada, y se me antojó un ojo intrigante a partir del cual podía trazarse la imprecisa figura de una efigie gigantesca siguiendo la silueta de la copa. Pensé que podía tratarse de Marte, que desde la posición en que me encontraba se observaba a través de las hojas, aunque me extrañaba, porque el cielo aparecía nublado en todas direcciones. Subí por una cuesta, con la intención de resolver el misterio. La zona estaba poco iluminada, así que por más que agucé la vista no conseguí entender que el brillo procedía de un objeto más negro que la noche, atorado entre las ramas, hasta que estuve situado a pocos pasos de él. ¿Atorado o posado? No podía precisar que era aquella cosa. Y, de repente, me asaltó un pavor extraordinario, porque de tal manera permanecía estática, como si fuese un animal que se siente descubierto, que ya no dudaba en atribuirle una inteligencia maligna. No se me escapaba, por una parte, que era lo bastante grande como para echar a volar de improviso y arrebatarme por los aires, y por otra, que me encontraba allí completamente solo, sin nadie con quien compartir la visión de cosa tan extraordinaria. A la excitación del hombre primitivo que descubre algo singular, siguió un miedo cerval que incitaba a la huida. Sentí como la racionalidad se daba prisa por abandonarme, o más bien como si se esfumase como si nunca hubiese sido. Aquel paraguas, aquel murciélago enorme, aquel gato de Cheshire, aquel demonio surgido del infierno, carecía de toda interpretación posible, hubiese constituido una entrada nueva en el bestiario más acabado, escapaba a todos los registros y contextos que yo hubiese podido aventurar.
Acaso porque tuve la suficiente presencia de ánimo aquella noche, o simplemente porque soy de los que tienen suficientes arrestos para enfrentarse a lo desconocido, logré sobreponerme y proyectar una mirada más amplia que, en efecto, tras recorrer un tramo de tendido eléctrico, terminó por revelarme aquel objeto como un foco, consonante con otro alejado una decena de metros y que aportaba algo de claridad; un foco, digo, que algún gamberro había apedreado y que aún sostenía una punzada de luz. Ciertamente, lo que me había desconcertado era la colocación oportunista del mismo entre las ramas de aquel árbol. Los sentidos no saben lo que captan, y la imaginación siempre se precipita por delante de ellos: barruntando sobre el asunto, rechacé como una vana ilusión mi anterior apreciación de un ser mudo y escalofriante que asomaba su desproporcionada cabeza en aquel paraje.
Muy satisfecho por el buen partido que había sacado de mis facultades intelectivas, me dispuse a marcharme. Y entonces, cuando ya giraba sobre mis talones, dando la espalda confiado al enigma resuelto, pude vislumbrar, tan sólo un instante, y como si exclusivamente fuese posible hacerlo por el rabillo del ojo, como una mano descomunal se materializaba y emergía de una zona obstinada en la tiniebla, atrapándome sin remedio. Suspendido en el aire, pugnando por zafarme del puño descomunal que constreñía mi tórax, el único pensamiento claro y distinto que se deslizaba en mi mente sobre el fondo del pánico se refería al episodio de la Odisea en que el cíclope agarra a uno de los navegantes “como si fuese un cachorro” y lo golpea contra el suelo repetidas veces, regando el polvo con sus sesos.
Ahora, sirvo de sustento a esta fugaz deidad que me arrastra y me oculta consigo en toda clase de perfiles, ajustándome a las formas de bultos que agonizan en desvanes, a los juegos de sombras que se ofrecen a los insomnes, a los rincones umbríos de los parques, a través de los canales agusanados de la nada, a lo largo de su deriva insensata, e inexplicablemente sigo con vida; rostro trashumante, en preferencia de tinieblas e indefinición, ya ha consumido la mayor parte de mis miembros, siendo que esta noche dará cuenta por fin del torso, de los vulnerables órganos... A estas alturas, ya he perdido por completo la razón: detrás de mi frente resuena un aullido. Es mi sangre, que se enciende pulverizada con cada dentellada, la que, asentándose sobre el papel, da a leer estas letras.

PROCRUSTES. I.

1. La técnica Smeragdina de contorsión.
Habían corrido rumores sobre su existencia desde el segundo decenio del siglo veinte: se contaba que el gran contorsionista cuyo nombre artístico fue Procrustes consignó sus descubrimientos en unos cuadernillos que desaparecieron tras su misteriosa muerte, en el transcurso de una actuación ante el duque de Baviera. La trouppe con la que viajaba no pudo dar ninguna información al respecto, ya que poco después la caravana desaparecía en el interior de la Selva Negra sin dejar rastro.
Maestros posteriores jugaron a insinuar que dominaban algún que otro aspecto de la hipotética técnica, pero M. podía asegurar que no había sido cierto en ningún caso. Porque M. sí había estudiado aquellos cuadernos míticos, escritos en alemán con una letra menuda y apretada, profusamente ilustrados, ajados por causa de incontables peripecias, y sus enseñanzas fabulosas estaban a años luz de lo que los miembros más destacados del gremio hubiesen osado soñar alguna vez.
La cuestión que obsesionaba a Procrustes era la introducción del cuerpo en espacios cerrados mínimos: su doctrina más acabada se reseñaba como “Clausura del cuerpo”. Describía contracciones y luxaciones a primera vista increíbles, pero subsistía una poderosa lógica capaz de motivar a cualquier contorsionista avezado.
Sin embargo, antes tan siquiera de poder abordar los ejercicios, M. comprendía que debía disciplinar su cuerpo y su mente: viajó al Himalaya y conoció el vértigo y la inmensidad del abismo; cruzó el Pacífico y casi enloqueció en la vastedad sin diferencia del mar; la Antártida le ofreció un bostezo helado e infinito. Pastaba en el espacio, rumiaba el espacio. No le preocupaba el no haber experimentado la inercia del espacio exterior, porque sabía que los cuerpos humanos pertenecen a la Gravedad.

Los pecados del padre.

Los padres comieron agraces y los hijos sufrieron dentera.
"¿Acaso soy el guardián de mi hermano?", cuestionó Caín a Yahvé. Y nosotros, acaso, ¿somos los guardianes de nuestros padres? ¿Dónde está la raíz del pecado? Con una hoz la cercenaría. Mostradme ese árbol de la ciencia y con gusto lo incendiaría, para que nadie hubiese tenido oportunidad de pecar. Y, en razón de semejante acto, para mí no habría infierno, ni vagar por tierras valdías. Mi castigo sería inimaginable, puesto que habría borrado de la faz de la creación la esperanza en que la gente termina aprendiendo, comprendiendo, más pronto o más tarde. Nadie aprende, jamás; nadie cambia, jamás. Heme aquí cargando con los desvelos de mi padre ante las puertas de Tebas. ¿Cómo me desharé de esta carga: triunfando donde él no pudo o siendo derrotado?

Las babas de Atenea.

No puedo parar. Nunca duermo. Estoy esperando.
Juego sola a juegos rudimentarios y solitarios. Me oculto debajo de la cama. Sé que me observas, y que cuando no, te alarmas. Te asusta más el no verme, y sin saberlo, te has convertido en custodio sempiterno de mi imagen.
Puedo pasar horas tendida debajo de la cama. ¿Que qué hago ahí debajo, que en qué cosas pienso? No lo sé. Tal vez ni piense, sobre todo porque estos pensamientos que se están manifestando ante ti y me adjudicas son imaginaciones tuyas. Dejo de ser cuando dejas de verme: no hay nada en mi interior. La cámara no alcanza mi escondite. Esto te recuerda que lo que llamas hogar puede tornarse un lugar siniestro.
Vuelvo a mis juegos. Son juegos desangelados. Me hago la estatua. Miro el reloj. Miro la pared. Te miro a ti. Así transcurre mi tiempo. Ser es tiempo. Tiempo es ser. Me da igual qué se me ocurra para pasar el tiempo, pero quiero pasar todo el que pueda aquí. Todo el que pueda. Incluso sin hacer nada, todo el que pueda.
Y a mi alrededor, la gente, ¿qué hace? No me importa qué haga. No existen pero me odian. Me odian y me temen. Me mantienen encerrada, como si algo así pudiese afectarme.
He dicho que no existen, porque no insisten tanto como yo en ello. Sin embargo, pueden hacerme daño. Puede hacerme daño quien yo decida que es real. Mi madre. Mi madre me traicionará siempre. Siempre logra traicionarme. No soy capaz de preverlo.
Digo que ellos no insisten. Insistir no es otra cosa que esperar. Insistir es tratar de llevar a cabo reiteradamente el ser de algo, dejar expedito el terreno para que la esencia se despliegue a su amor. Insistir es un preceder, pues, preceder a la esencia. Un preceder y un aguardar para instaurar y dar la bienvenida a lo que prosigue, a lo que procede. Insistir es tener la paciencia de reiterar el ruego de forzar la venida; es tener el pathos, padecer pacientemente la espera. Puro pathos, lo pasible por antonomasia: materia cuasi fantasmagórica que no opone resistencia.
No se trata de estar más o menos vivo: se trata de forzar la permanencia bajo la modalidad del pathos de la espera. Se trata de no dejar de desatender la espera, de no poder cerrar los ojos, de no poder dormir.
Insistencia en el ser es el estar a la espera de una existencia (y del mundo que abre) que expropiar. Por el usufructo de los distintos y no intercambiables existentes se produce la recogida de todos ellos en la heteronomía. Heteronomía no es tan sólo el simple robo de la voluntad, sino que es el ojo que se abre como un desgarro en el mundo. In-sistencia es parasitar internamente la existencia.
Soy la simulación de un existente, quiero decir: en mi caso, no aparece estrictamente la apariencia, sino lo que la fuerza a aparecer y en violento acomodo se dispone a esperarla. Dicho de otra forma: adopta una apariencia de vida porque conoce los cauces por los que la vida discurre, y porque aguardándola en su lecho aún seco tiene la esperanza de ser anegado por ella.

... y el alma inextensa.

"Advierto, al principio de dicho examen, que hay gran diferencia entre el espíritu y el cuerpo; pues el cuerpo es siempre divisible por naturaleza, y el espíritu es enteramente indivisible."
"Advierto, al principio de dicho examen, que hay gran diferencia entre el espíritu y el cuerpo; pues el cuerpo es siempre divisible por naturaleza, y el espíritu es enteramente indivisible. En efecto: cuando considero mi espíritu, o sea, a mí mismo en cuanto soy sólo una cosa pensante, no puedo distinguir en mí partes, sino que me entiendo como una cosa sola y enteriza. Y aunque el espíritu todo parece estar unido al cuerpo todo, sin embargo, cuando se separa de mi cuerpo un pie, un brazo, o alguna otra parte, sé que no por ello se le quita algo a mi espíritu. Y no pueden llamarse «partes» del espíritu las facultades de querer, sentir, concebir, etc., pues un solo y mismo espíritu es quien quiere, siente, concibe, etc. Mas ocurre lo contrario en las cosas corpóreas o extensas, pues no hay ninguna que mi espíritu no pueda dividir fácilmente en varias partes, y, por consiguiente, no hay ninguna que pueda entenderse como indivisible. Lo cual bastaría para enseñarme que el espíritu es por completo diferente del cuerpo, sí no lo supiera ya de antes."

Llevaba más de tres días encerrado en su cuarto, jugando al solitario spider, cuando se animó a salir a lavarse la cara, a ver si le cambiaba la vida. Finalmente, no se la lavó, sino que bebió agua. Pero ocurrió que a su espalda surgió la reina de corazones, que a hurtadillas parecía haberlo seguido desde el cuarto: una carta, de poco menos que su estatura, dotada de extremidades, empuñando una hachuela de carnicero. La veía tras de sí, reflejada en el espejo. Estaba petrificado. No reaccionó ni cuando el destral descendió y le amputó el antebrazo derecho.
-¿Has visto?- dijo la aparición.- En ese trozo de cuerpo no hay espíritu.
Soltó un alarido. Supo que se trataba de una pesadilla aun antes de despertar, porque no prorrumpió la sangre.

"(...) contando con mi memoria para enlazar y juntar los conocimientos pasados a los presentes, y con mi entendimiento, que ha descubierto ya todas las causas de mis errores, no debo temer en adelante que sean falsas las cosas que mis sentidos ordinariamente me representan, y debo rechazar, por hiperbólicas y ridículas, todas las dudas de estos días pasados; y, en particular, aquella tan general acerca del sueño, que no podía yo distinguir de la vigilia. Pues ahora advierto entre ellos una muy notable diferencia: y es que nuestra memoria no puede nunca enlazar y juntar nuestros sueños unos con otros, ni con el curso de la vida, como sí acostumbra a unir las cosas que nos acaecen estando despiertos, En efecto: si estando despierto, se me apareciese alguien de súbito, y desapareciese de igual modo, como lo hacen las imágenes que veo en sueños, sin que yo pudiera saber de dónde venía ni adónde iba, no me faltaría razón para juzgarlo como un espectro o fantasma formado en mi cerebro, más bien que como un hombre, y en todo semejante a los que imagino, cuando duermo."

Signos del martirio.

Un brazo amputado se le presentó y le habló con la voz de los justos.
Un brazo amputado se le presentó y le habló con la voz de los justos. Era un santo, un truculento santo. La identidad de un santo cuyo nombre se desconocía, el macabro rastro de santidad que provenía de un mártir anónimo.
Los santos venían a él y le hablaban. Los santos eran espeluznantes, pero eran las santas las que presentaban un aspecto más terrorífico. Los signos del martirio hablaban por ellos. Meditaba en que la cara más crucial de los signos era el significante porque, si son lo bastante poderosos -como ocurría con estos-, imprimían la imagen acústica en la mente, el sonido de la Justicia, que dice sin el deber de significar.

¡Milagro!

Muchos fueron a ver el milagro. Lo del muerto que resucitó. Querían saber qué vendría contando, qué aguardaba en aquel lado.
Muchos fueron a ver el milagro. Lo del muerto que resucitó. Querían saber qué vendría contando, qué aguardaba en aquel lado. A la mayoría de los hombres la vida se les queda corta, o no le ven nada atractivo, como si fuese una película de un género que no gusta. El finado se encontraba en una cueva desde hacía varios días. Sin embargo, respondió a la llamada del nazareno.
-Milagro, milagro - un temor reverencial se apoderó de los presentes cuando la figura se irguió en el umbral de la tumba. Iba amortajado de pies a cabeza, la tela aparecía manchada de humores serosos, los de un cuerpo que marcha hacia la putrefaccion. Jesús mismo fue hacia él y lo ayudó a caminar. Lo sentó en una piedra y lo despojó de la mortaja, que quedó abandonada como una piel indescriptible. A esas alturas, ya había allí congregadas más de quinientas personas, pero sólo para unos pocos aquello constituía algo más que una anécdota. Porque, ¿el milagro está en volver a la vida o en volver siendo el mismo?

domingo, 10 de febrero de 2008

Es el tablero de ajedrez de nuestras pasiones:
yo mudaría suicida mis piezas destartaladas
por tu viente -codiciada planicie-
hasta tus senos inexpugnables
y gozaría tu pérfida dama
devorándolas una por una nada más fueran llegando;
yo quemaría todas mis naves
y alzaría poderosas mis torres
sólo para verlas desmoronarse piedra por piedra
bajo el asedio sin tregua de tus alfiles perturbadores;
y hete aquí toda mi caballería pasada por agua
en la poca inspirada carga
de pasar el mal trago de reclamarte una cita
mientras mi rey resultaba capturado
inesperadamente por la espalda
por todos esos peones de tontería
a los que nunca tuve en demasiada cuenta.