miércoles, 20 de febrero de 2008

Diez Mil Magos. I.

I. La carrera hacia Oranges. (Parte primera).

Tras varios días de marchas forzadas, afrontábamos el trecho final a la carrera, pues desde la extensa llanura eran visibles los bastiones en llamas de La Fortaleza Sobre La Colina. Desde que desembarcásemos en el puerto de Eritrea, hacía ya dos días, habíamos atravesado el reino de Arvenia a un ritmo sobrehumano, en un intento frenético por alcanzar Oranges antes de que fuese demasiado tarde. Descansábamos aún menos de lo indispensable, comíamos mientras marchábamos. Que más de un centenar de soldados abandonase o cayese fulminado dará idea de nuestro colosal esfuerzo. Cada hombre cargaba con lo imprescindible: sus armas y algunas tiras de carne sazonada. Intervendríamos nada más avistar la colina asediada. Yo encabezaba la hueste, dando ejemplo. Los músculos de mis piernas gemían. El austero equipo de campaña pesaba toneladas. Pero no debía flaquear. La mayoría de aquellos bravos, como en mi caso, tenía a sus familias en Oranges, así que la resolución se presentaba inquebrantable. Tras los castigados muros de la fortaleza-santuario aguardaba mi prometida Alexia, de corazón intrépido.

Las glebas de Arvenia habían sido arrasadas a todo lo abarcable por la vista. Los sicarios del corrupto Raudos cumplían sus órdenes con minuciosa crueldad; éste, en su destierro, desdeñaba la devastación que su ambición acarreaba a estas tierras. Dejaban cientos de cadáveres a su paso, gente inocente por regla general. La rabia bullía en nuestras sienes, mas hubiera sido del todo infructífero sucumbir a ella; ya habría tiempo de desatarla convenientemente, cuando los enemigos estuviesen a nuestro alcance.

La mañana del tercer día habíamos oteado agoreras columnas de humo sobre la línea del horizonte y esto nos hizo recrudecer la marcha. No mucho después, el espolón de Agrón, heraldo de la cordillera Cadmea, había aparecido ante nuestros angustiados ojos. Oranges quedaba entonces a menos de dos horas de trayecto y el fuego ya lamía sus bloques. Ordené un alto. El desesperanzado contingente protestó airado, pero yo entendía que era necesario un descanso; de nada serviría embestir contra los sitiadores si no podíamos mantenernos en pie.

-¡Tomad resuello, valientes! El resto de la travesía promete ser animado. Con toda seguridad el Señor de la Guerra Pareo habrá dispuesto un retén en la retaguardia para responder ante cualquier contrariedad. Quizás desconozca aún que los Grifos de Adendas escaparon de su cepo y esto nos supondrá una ventaja inestimable. No me cabe duda de que el esforzado Arquivago habrá sabido mantener las defensas y causarles de paso importantes bajas. La realidad, empero, es que el ejército del Tetrarca Raudos nos supera abrumadoramente en número, incluso contando con los defensores. Así que la lucha será desesperada. ¡Yo por cierto que no desfalleceré, ya que ansío compartir el lecho con mi prometida y mil de esos bastardos no lograrían impedírmelo!

Los hombres yacían por tierra sin apartar la vista de la flama distante, barruntando el fragor del combate y los alaridos de sus familias al ser degolladas. El mercenario ‘Mbrut Meridian reposaba a mi lado con gesto meditabundo; había accedido a acompañarnos tras la encerrona en Trahen, frente a la Península Acorazada, donde había caído su amigo, el hechicero Marcebul. Al fin dijo:

-Esta va a ser una carrera gloriosa, y es posible que también un suicidio. Marcebul lo habría desaconsejado.

-Confío en mis hombres; ya viste como actuaron en Trahen. Por otra parte, los inciertos refuerzos quedan hoy por hoy muy lejanos.

-LaMaraña lo ha dispuesto todo según un plan maestro. Me pregunto hasta qué punto no estarán en connivencia con el Gerión...

-Desprecio a todos esos artífices de espejismos por igual. Nada de lo ellos maquinen conseguirá hacerme menos real.

Todavía no despuntaba el mediodía cuando decidí que era suficiente descanso. Todos estaban listos. Hondia hizo sonar el cuerno y los mil hombres hicieron atronar los llanos con sus pisadas. El despliegue de nuestras tres columnas de avance se llevaría a cabo a poca distancia de la retaguardia enemiga. Yo encabezaba la mediana y sacaba un buen trecho a mi perseguidor más inmediato, Meridian, el cual jamás hubo deseado tanto una montura. Los cuernos soplaban por toda arenga. Las armas resonaban, nuestros jadeos y exabruptos sesgaban el aire. Nuestra meta adquiría mayor nitidez con cada zancada. Lo que parecía ser una imposible marea humana cercaba la fortaleza, habiendo superado el primer círculo de murallas, avanzando colina arriba por el fuego y el acero. Un estrépito descomunal iba descolgándose hasta nuestros oídos, opacando los propios jadeos. De repente, aviesas andanadas de flechas nos recibieron. Cientos de arqueros se encontraban apostados entre las rocas. Rápidamente, se embrazaron los escudos. El trote se haría mucho más incómodo, pero pronto aquellas picaduras de abeja se vieron sustituidas por auténticos aluviones. No había tiempo para anular aquella amenaza. Muchos amigos caían con el cuello ensartado o heridos sin remedio. Avancé más deprisa. Ya no distaba el cuerpo del formidable ejército. Sendos adversarios trataron de interponerse en mi camino y con un certero mandoble me deshacía de ellos y eran despedazados a mis espaldas por mis Grifos sanguinarios. Una línea de arqueros descargó sus proyectiles; hinqué la rodilla en tierra y me parapeté tras la égida, con diez bovinas pieles guarnecida. Sentí el impacto de innúmeros dardos, recobré el aliento y de nuevo salí disparado al tiempo que lanzaba mi grito de batalla:

-¡¡¡Gloria!!!

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